En las últimas décadas, ha surgido la necesidad de considerar a la educación no solo como un instrumento para el aprendizaje de contenidos y desarrollo de competencias cognitivas, sino también como un espacio que contribuye a la formación integral de los alumnos. Que favorece la construcción y reforzamiento de valores. Que enseña a llevar vidas emocionalmente más saludables. Y que impulsa la convivencia pacífica y armónica. La educación emocional es entendida como el desarrollo planificado y sistemático de habilidades de autoconocimiento, autocontrol, empatía, comunicación e interrelación. Ha cobrado un papel fundamental y hoy requiere ubicarse de forma transversal en la programación educativa y la práctica docente. En este contexto, se hace indispensable formar maestros “emocionalmente inteligentes”, que puedan cumplir el reto de educar a sus alumnos con un liderazgo democrático. Que, a través de sus experiencias, puedan enseñar a reconocer, controlar y expresar respetuosa y claramente sus emociones. El clima del aula, generado por la actuación del maestro, impactará definitivamente en el aprendizaje de los alumnos. https://www.facebook.com/fundacionepi
La educación emocional, entendida como el desarrollo planificado y sistemático de
programas educativos que promueven la inteligencia emocional, aparece como una
respuesta consecuente y acertada a las necesidades planteadas. Es un complemento indispensable de desarrollo cognitivo y una herramienta fundamental en la prevención
de problemáticas sociales.
La Inteligencia Emocional
En 1983, Howard Gardner había planteado la no existencia de una inteligencia única
fundamental para el éxito en la vida. Postulaba un amplio espectro de inteligencias con
siete variedades claves, entre las que se incluían las inteligencias “intrapersonal” e
“interpersonal”. Las tesis de Gardner abrieron, en cierto modo, el desarrollo de una línea
que afirmaba la importancia de los elementos afectivos, emocionales y sociales en el
desarrollo de la persona, así como en el éxito que pudiera obtener en su interacción con
el entorno. En 2002, Daniel Goleman propuso un modelo de inteligencia emocional que
incluyó cuatro aptitudes agrupadas en dos grandes tipos de competencias: la personal y
la social. La primera impactaría directamente en el tipo de relación que uno entabla
consigo mismo; en la segunda, la competencia social definiría el tipo de vínculos que se
establecen con los otros.
De forma esquemática, se presenta a continuación el contenido
de cada uno de estos dominios:
1. Competencias personales:
a. Conciencia de uno mismo: comprender profundamente las emociones,
fortalezas y debilidades, valores y motivaciones. Se sustenta en el
desarrollo de tres habilidades: la conciencia emocional, la valoración
personal y la confianza en uno mismo.
b. Autogestión: regular los afectos y emociones para actuar con lucidez y
claridad, según las demandas de cada situación. En tal sentido, además
de la capacidad de regular la expresión de las emociones, se necesitan
habilidades como la transparencia, la capacidad de adaptarse a entornos
cambiantes y responder con iniciativa y optimismo, y la orientación
hacia el logro a través del esfuerzo.
2. Competencia social:
a. Conciencia social: ser capaces de comprender los sentimientos ajenos y
tomarlos en cuenta durante el proceso de toma de decisiones. Se resalta
el rol de la empatía, pero se requiere también del desarrollo de
habilidades complementarias, como la facultad de tomar conciencia en la
organización de los grupos humanos y la actitud de servicio.
b. Gestión de las relaciones: regular las emociones de las otras personas;
inspirarlas y movilizarlas en la dirección adecuada. Para ello, resulta
indispensable ser capaz de establecer vínculos auténticos y duraderos,
gestionar los conflictos, y trabajar en equipo en favor de los cambios
deseables.
La educación emocional y el rol del docente
Siendo la finalidad de la educación formar estudiantes emocionalmente competentes
(capaces de reconocer y manejar sus emociones), y, por lo tanto, de relacionarse con los
demás de forma adecuada y pacífica, surge el planteamiento de una educación
emocional como forma de implicar al proceso educativo en la búsqueda de este logro.
La educación emocional comprende la promoción del desarrollo de las competencias
emocionales antes planteadas, a través de una programación sistemática y progresiva, de
acuerdo a las edades de los alumnos que, idealmente, se adhieran al currículo y acompañen al aprendizaje de conocimientos y habilidades. En los espacios de aprendizaje, dicha
aproximación se hace necesaria desde el nivel muy elemental hasta el egreso de los
estudiantes; es decir, en todos los niveles de la educación y en todas las etapas de
desarrollo.
Esta intervención, enfocada al desarrollo afectivo y mediada por la educación, ya no
debe circunscribirse a actividades aisladas, como las realizadas en la “hora de tutoría”.
Corresponde, más bien, al acto educativo en sí. Resulta transversal a la práctica docente,
por lo que ya no son solo los tutores los encargados de trabajar los temas afectivos, sino
también todos los maestros que interactúen con alumnos.
El docente emocionalmente inteligente es, entonces, el encargado de formar y educar al
alumno en competencias como el conocimiento de sus propias emociones, el desarrollo
del autocontrol y la capacidad de expresar sus sentimientos de forma adecuada a los
demás.
Para que el profesor se encuentre preparado para asumir este reto, es necesario, en
primer lugar, que piense en su propio desarrollo emocional: solo entonces estará apto
para capacitarse y adquirir herramientas metodológicas que le permitan realizar esta
labor. Se sabe que es imposible educar afectiva y moralmente a estudiantes si no se
cuenta con una estructura de valores clara, además de un cierto dominio de las propias
emociones.
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